jueves, 19 de abril de 2007

Luz de primavera

Ayer vi la primera Cruz de mayo. Para ser mas exacto vi el “ensayo” de una Cruz de mayo en el que unos niños, a los sones de “Alma de Dios”, la mecían costero a costero para salir picando el izquierdo. Y a pesar de que yo soy de los que piensan que una Cruz de mayo infantil es otra cosa, no pude mas que pararme unos instantes a observar a la veintena de chiquillos que se arremolinaban alrededor de la pequeña parihuela. Al fin y al cabo, pensé mientras los veía, aquella forma de Cruz de mayo no era mas que un reflejo de la Semana Santa actual que hacen, o hacemos, los mayores, en la que muchas veces prima mas el alarde y el aplauso que otras cosas. Ellos, obviamente, no se lo plantean, simplemente se divierten siguiendo una tradición que muchos antes que ellos hemos seguido al llegar este tiempo. Aun recuerdo cuando con mi amigo Fernando decidimos hacer una Cruz de mayo montándola en el patio de su casa de la plaza de San Martín. Nunca llegamos a salir, de hecho ni siquiera recuerdo si llegamos a montar la estructura entera, pero si recuerdo lo bien que nos lo pasamos haciéndola, que era de lo que se trataba.
Esos niños que dentro de un par de semanas saldrán con sus huchas unos, de costaleros otros e imagino que algunos hasta con insignias, me abrieron de un portazo la puerta a esa época que empieza justo cuando Jesús resucita por Santa Marina y Sevilla se abre de capa para recibir la luz dorada que se refleja en el albero alcalareño de la Maestranza. Albero que pisare de nuevo en una Feria a la que, como todos los años, diré que no iré mucho y en la que al final, como todos los años, acabare tomando churros con chocolate todos los días. Días que empezaran con ese “pescaito” que nos reúne a todos los amigos cada año (gracias Fernando) para cantar las primeras sevillanas y en los que volveré a abrir cuenta en la caseta de Curro, “nuestra” caseta (gracias Curro), de donde saldremos cantando “Aurora” con las claras del día.
Y después de la Feria para el Rocío, como cantaba el Pali, a vivir experiencias que solo el que ha tenido la oportunidad (gracias Julio) de ir con amigos de verdad puede entender. Camino de compartir y sentir lo que es verdadera hermandad.
Y en medio de todo eso, mientras me dirijo al compás de la capilla de la calle Dos de Mayo donde mis amigos de la Hermandad de las Aguas me reciben con los brazos abiertos, como siempre, para que comparta con ellos su magnifica Cruz de mayo con sabor a patio de vecinos antiguo, veré mas niños paseando por su barrio su sevillanía en forma de Cruz desnuda sobre cuatro tablas que andan al compás que manda un tambor hecho con una lata de conserva.

domingo, 1 de abril de 2007

El encuentro (y IV)

Bajo la plancha, el papel de estraza cumplía su cometido retirando los últimos restos de cera. El ambiente en el viejo piso era una mezcla de incienso, miel de torrijas y ese olor tan particular que tiene el ruan al ser planchado. La mujer que se afana con la plancha cumple con otro de tantos ritos repetidos año tras año este mismo día, y que empiezan con la recogida de la palma en la parroquia del barrio. Un barrio al que llegó no sabe cuanto tiempo hace ya, recién casada, dejando la casa familiar del centro para instalarse en un piso que hace mucho tiempo que se le quedo grande. Las habitaciones que estuvieron ocupadas por literas para sus hijos poco a poco se fueron quedando vacías, pero al fin y al cabo, piensa, ella también dejo una vez una habitación vacía. Pero no puede evitar que se le empañen los ojos al recordar como tuvo que planchar una túnica como las que tiene entre sus manos para que su marido, el amor de su vida, el padre de sus hijos, el único hombre que ha conocido, emprendiera su ultima estación de penitencia, esa de la que no se vuelve a casa por el camino mas corto. Sin embargo los sentimientos de hoy son muy distintos, hoy vuelve a planchar cuatro túnicas de negro ruan.
Suena el timbre de la puerta, y mientras deja la plancha, mira el reloj de pared del salón. No espera a nadie tan temprano. Al abrir la puerta en el umbral se recorta un hombre de unos treinta y tantos años, de estatura media y pelo moreno al que ya asoman algunas canas. La mujer, sorprendida, lo abraza y lo besa como quien no ha visto a un ser querido hace mucho tiempo.
- ¿Pero no llegabas mas tarde? – pregunta la mujer aun sorprendida
- Si mama, pero pude adelantar el vuelo – responde el hombre
Juntos pasan al salón y el hombre cree por un momento volver a su infancia, como le ocurre cada año al volver a la casa familiar y reconocer viejos olores que el tiempo no cambia.
- ¿Cómo te va en Londres? Seguro que no comes bien, estas mas delgado.
- Que si como bien mama, en casa hago los guisos que tú me has enseñado.
- No se que se te ha perdido a ti allí, como si aquí no hubiera trabajo.
El hombre sonríe ante la misma conversación de todos los años mientras observa como su madre sigue planchando las túnicas.
El timbre de la puerta suena de nuevo interrumpiendo la conversación.
- Anda ve a abrir que debe ser alguno de tus hermanos – dice la mujer a su hijo sin dejar de planchar
El hombre abre la puerta, y una pareja joven aparece ante él.
- ¿Somos los últimos? – pregunta la mujer con una sonrisa mientras lo besa en la mejilla
- No cuñada, por una vez no – responde el hombre
- ¿Lo ves? Ya te lo dije, que eres una exagera – dice el recién llegado a su mujer mientras abraza a su hermano – Lleva echándome la bronca todo el camino
La mujer ya ha pasado al salón y saluda a la anfitriona, mientras se ofrece a ayudarla con la plancha.
- No te preocupes hija, esta es la ultima
Los hombres pasan también al salón y el mayor mira con sorna el traje de chaqueta del recién llegado.
- Veo que hay cosas que no cambian, ¿te han hecho ya Hermano Mayor? – le dice con guasa
- ¿Tú te vas a meter conmigo? Te recuerdo que el que coge todos lo años un avión para salir eres tú – le responde su hermano pequeño devolviéndole la pelota.
- Bueno, ¿al final lo has conseguido o no? – pregunta el mayor cambiando de tema
- Parece que si, pero yo hasta que no lo vea aparecer por esa puerta no me lo creeré del todo.
De nuevo el timbre corta la conversación. Esta vez es la dueña de la casa la que acude a abrir, tras colgar de una percha la última túnica.
- ¡Abuela! – Un niño moreno se ha lanzado a sus brazos nada mas abrir la puerta.
La abuela lo abraza y lo besa en la frente, con los ojos llenos de emoción.
- Hola mama – saluda el padre del niño que aun esta en el umbral con su mujer – Hola suegra
- Hola hijos, me alegro de que al final halláis venido.
- Cualquiera le decía que no – dice el hombre señalando con la barbilla a su hijo.
- Venga pasad.
La abuela acompaña a su nieto al salón seguida por su hijo y si nuera. Al llegar, la cara del niño se ilumina: colgadas de cuatro perchas están las túnicas de negro ruan que mas tarde vestirá junto a su padre y sus hermanos en la cofradía de la familia. Por fin tiene la edad para acompañar a su Señor y va a debutar en la hermandad, porque aunque la Virgen también le gusta, el quería salir la primera vez en el cortejo del Señor, aunque eso supusiera esperar unos años.
- Al final vas a salir – le dice el hermano mas joven al padre del niño con una sonrisa picara.
- Tu veras, después de la lata que me has dado, y la que has hecho que el me diera.
- ¿Yo? No se de que me hablas – responde con guasa
- Ya, claro – dice con resignación el padre del niño.
El niño anda nervioso por la casa de la abuela, ora devorando con la mirada las torrijas y pestiños que cada año hace su abuela, ora viendo viejas fotografías que amarillean por el tiempo en la que su abuela le muestra a su padre y sus tíos con su misma edad vestidos con las mismas túnicas que ahora cuelgan en el salón acompañados por el abuelo al que tan poco conoció. Su padre lo observa y poco a poco va volviendo a nacer en él esa misma ilusión, a la vez que su infancia se va abriendo hueco en sus recuerdos.
De pronto el viejo piso ya no parece tan grande. Las nueras van poniendo la mesa, mientras sus hijos le muestran a su nieto viejas fotos de familia y le cuentan historias que a ella le parecían muy lejanas pero que al menos hoy no lo son tanto. Y de nuevo volverán a comer en familia. Y de nuevo vestirá a sus hijos, enseñando a sus nueras como hacerlo, igual que ella aprendió ayudando a su madre a vestir a su padre. Y de nuevo vera la emoción del que por primera vez se viste reflejada en la cara de su nieto. Y de nuevo, tras tantos años, vera alejarse a cuatro nazarenos de negro ruan, ancho esparto y espigados capirotes.

sábado, 31 de marzo de 2007

El encuentro (III)

El templo, por fin, había quedado vacío. Cualquiera diría, viendo el silencio y el orden reinante, que cientos de personas habían pasado por allí a lo largo de la mañana. De nuevo la iglesia había sido un hervidero de gente donde se mezclaban hermanos con medalla, chavales de chaqueta azul, políticos en precampaña, curiosos, padres con carritos, devotas, curas, ilustres visitas con ofrendas de flores y algún que otro turista despistado. Y en medio de todos ellos, él. Ha pasado toda la mañana de un lado para otro, recogiendo flores, besando anillos cardenalicios, respondiendo preguntas mil veces repetidas, entregando papeletas a los rezagados de siempre, repasando listados…Y cuando el publico se fue, a preparar la salida: mover bancos, repartir cirios por tramos, colocar insignias y varas, buscar el correaje que nunca aparece, revisar canastos de diputados…Todos sabían lo que tenían que hacer, pero él no ha parado de dar instrucciones yendo de un lado para otro. Ha revisado mil veces hasta aquellos detalles que dependían de sus compañeros, que ya empezaban a mirarlo mal.
Pero ya no hay nadie. Está solo. El resto de compañeros anda en la casa de hermandad tomando una copa antes de ir a casa a almorzar y vestirse. Pero él se ha quedado. Quería estar a solas. Aun le falta algo por hacer: colocar el listado. Lo ha dejado para el final a posta. Va pegando cada hoja en el tablón sin prisas, recorriendo con la mirada nombres y apellidos que ya le son familiares, unos conocidos y otros no. Cuando termina se queda mirándolo durante un largo rato. Piensa en todos los años pasados allí, desde que empezó limpiando plata siendo un chaval que no conocía a nadie hasta el momento en que hace un año le propusieron entrar en la Junta. Han sido muchas vivencias, muchos los amigos, las emociones, los buenos momentos y algunos también los sinsabores, que de todo ha habido y habrá. Pero este año es distinto, como este año no ha vivido ninguno, este año sabe que vivirá algo especial, algo por lo que ha renunciado a sus privilegios.
Mira el reloj, es hora de irse, su mujer de nuevo volverá a reñirle por llegar tarde, como tantas noches de montaje o reparto. Apaga las luces y cierra el viejo portalón. Dentro deja un tablón con un listado en el que de nuevo, después de muchos años, hay cuatro nombres que llevan su mismo apellido.

jueves, 29 de marzo de 2007

El encuentro (II)

Los últimos rayos de sol se colaban por la ventana del salón, iluminando levemente la estancia. Que sol tan distinto al de su ciudad, pensaba el hombre, que apoyado en el alfeizar de la ventana, miraba el ajetreado ir y venir de la gente. Que ritmo tan distinto al de su ciudad. En su mirada había una mezcla de melancolía, añoranza y, aunque él mismo pensara que no, de ilusión. Se volvió hacia el interior de la estancia entornando los ojos para acostumbrar los ojos al cambio de luz. En el centro de la habitación, sobre la mesa de comedor, había una maleta a medio hacer. Un niño moreno, cuyos rasgos recuerdan levemente al hombre de la ventana, revisaba una lista escrita en una cuartilla.
- ¿Lo llevas todo? – pregunto el padre alejándose de la ventana
- Creo que si – respondió el hijo sin dejar de observar la lista.
El padre se coloco tras de él, como si leyera la lista por encima de su hombro, pero en realidad observaba a su hijo. Pensaba en unos años atrás, cuando por trabajo se trasladaron a otra ciudad y el temió que su hijo no lo aceptara, que se rebelara, pero no fue así. Dejo su colegio, sus amigos, su barrio y todo lo acepto con una entereza sorprendente para su edad. Pero le hizo prometer una cosa: que cuando tuviera la edad suficiente volverían para cumplir su ilusión. ¿Quién podía negarse?
Lo miraba y se veía a él mismo hace ya demasiados años, con la misma ilusión, esa que el tiempo le había quitado. O al menos ocultado. Desde navidades el niño no pensaba en otra cosa más que en este momento, sabedor de que este año por fin el calendario estaba a su favor. Cada semana se media, para asegurarse que las medidas que le tomo la abuela en su ultima visita estaban bien. Cada noche, a través de internet, escuchaba el programa de radio que lo acercaba un poco mas a su sueño. En su cuarto, la música que tanto molestaba a su madre se había tornado en sonido de trompetas y repicar de tambores. Y en la casa el ambiente era otro desde que a mediados de febrero le dio por encender el quemador con forma de chimenea de La Cartuja que su abuela, siempre su abuela, le había regalado por Reyes junto a una caja con carbones e incienso.
- Ya nos podemos ir – dijo el niño tachando lo ultimo de la lista
- Pues avisa a mama y nos vamos
Mientras cerraba la maleta de su hijo pensaba en que sentiría al volver de nuevo, al repetir el viejo rito que abandono hace mucho y al que volvía por su hijo. Si no fuera por él seguramente no volvería en estas fechas, se iría de viaje con su mujer como tantas veces. Pero no pudo negarse cuando su hijo le pidió que le acompañara. Y en el fondo, aunque no quisiera reconocerlo, él quería acompañarlo.
- ¿Nos vamos? – su mujer y su hijo lo miraban desde la puerta
- Vámonos

martes, 20 de marzo de 2007

El encuentro (I)

La lluvia no cesa fuera y el cielo de un gris plomizo no hace pensar que vaya a cambiar la situación. En el interior de la moderna oficina un hombre mira el monitor del ordenador con atención, intentando descifrar lo que le dicen los datos que tiene ante él. No presta atención a la lluvia, esta acostumbrado, aquí llueve durante todo el año. Sin embargo el monitor al que tanta atención presta si que habla de nubes, claros, chubascos y borrascas. Tan atento esta que ni se da cuenta de que su secretaria ha entrado en la habitación, a pesar de que esta ha tropezado con la pequeña maleta que hay junto a la puerta.
- Aquí esta tu billete – dice la secretaria doliéndose aun de la espinilla.
- Gracias Margaret – responde el hombre en un perfecto inglés a pesar del cual se le nota un fuerte acento español.
- Sales a las ocho, así que deberías irte ya.
- Tienes razón, llámame un taxi por favor.
- Ya lo he hecho.
- Tu siempre tan eficiente.
El hombre se levanta y se dispone a ponerse la chaqueta y la gabardina. Tiene treinta y tantos años, el pelo moreno al que ya asoman algunas canas y una estatura media, ni alto ni bajo. Margaret le ayuda a ponerse la gabardina, es algo mas baja que él, rubia, de tez blanca, veintitantos largos y esta enamorada de él. Y para que el tópico sea completo, él ni se da cuenta. Le da la maleta y se despiden hasta dentro de una semana. Antes de dejar el despacho se dispone a apagar el ordenador que él ha dejado encendido. Al hacerlo observa la página que esta en pantalla: la previsión metereológica para toda la semana de la misma ciudad que figura como destino en los billetes que le acaba de dar a su jefe.
El taxi se mueve lento entre la lluvia y el tráfico. Acaba de pasar Trafalgar Square e intenta salir del centro para dirigirse al aeropuerto. En el asiento de atrás nuestro hombre mira el reloj con preocupación. Tiene tiempo de sobra, pero no quiere ni pensar en perder ese avión. Finalmente el taxi llega al aeropuerto y el hombre se presura al mostrador de facturación por la tarjeta de embarque. No va a facturar nada, solo lleva equipaje de mano porque allá donde va tiene todo lo que le hará falta. Al llegar al mostrador saca la cartera y le entrega el billete a la azafata. Cuando esta le alarga la tarjeta de embarque ha de llamarlo varias veces: ensimismado, ajeno a todo, mira la vieja foto descolorida por el tiempo que guarda bajo el rayado plástico del interior de la cartera.

miércoles, 14 de febrero de 2007

¿No se trata de eso la vida?

El destino a querido que el segundo café que sirvo también me lleve a mi infancia, pero por motivos bien distintos al anterior. Esta vez mis recuerdos me llevan a la salida del colegio en los años de canasto de mimbre con el almuerzo y pelota de plástico de diez duros para el recreo. Años en los que se forjan amistades que ni el tiempo, ni las ocupaciones ni la distancia lograran romper. Alguien dijo alguna vez que quien tiene un amigo tiene un tesoro, y yo guardo con orgullo varias amistades de entonces como autenticas joyas, que los años y las desilusiones me hacen apreciar cada vez mas. Mis dos amigos mas preciados son de aquellos años, cuando tras la salida del colegio íbamos los tres a casa de alguno a merendar y pasar la tarde. Y muchos de esos días nos dirigíamos a la calle Doña Maria Coronel, a la casa de los abuelos de José Manuel, un pequeño piso que, al ser un bajo, tenia al fondo la entrada a un minúsculo patio interior que la abuela mantenía atestado de macetas. Recuerdo como devorábamos la merienda para lanzarnos al patio a jugar al fútbol con aquellas pelotas de diez duros. Aun no se como podíamos jugar los tres, Fernando, José Manuel y yo, con Alfonsito, el hermano pequeño de José Manuel de portero, en un espacio tan reducido. Claro que al final lo acababa pagando alguna maceta que acababa rota en medio del terreno de juego, entre las protestas de la abuela, a pesar de lo cual volvíamos a la carga al día siguiente.
Pero hay algo que, yo que conocí a mis abuelos muy mayores, recuerdo perfectamente que llamaba mi atención: la vitalidad y el buen humor del abuelo Curro, contandonos chistes y todo el día de un lado para otro. Siempre envidie sanamente la relación que tenia José Manuel con su abuelo, al que adoraba y que lo adoraba. Muchos años después lo he visto pasear por su calle como entonces, como si los años no pasaran, y verlo me traía inevitablemente recuerdos de una infancia feliz. Era una de esas personas a las que con los años recuerdas con cariño. Quizás por eso me entristecí un poco al saber que se había ido para siempre. Si normalmente uno siente cercanas, por los años de amistad, las perdidas que sufren los amigos, esta lo fue aun mas. Sin embargo se, como me confirmaron las palabras de José Manuel, que vivió hasta el ultimo momento de su larga vida como el quiso, amando a su esposa de toda la vida, orgulloso de sus nietos y sin dejar que unas entupidas muletas le impidieran pasear como siempre había hecho.
Por eso este no es un café amargo, porque me deja un regusto dulce de saber que vivió una vida feliz en la que también hizo felices a los demás. ¿No se trata de eso la vida?.

P.D.- A mi amigo José Manuel, por los años de amistad.

sábado, 6 de enero de 2007

Día de Reyes

Abro por primera vez la puerta de este Café de las Palabras y el primero en cruzarla es un niño de unos 10 años, moreno, peinado con raya a un lado, de estatura media, con gafas metálicas y gordito. Lleva unos vaqueros azul marino, una camisa del mismo color y zapatos oscuros de cordones. Se sube como puede a uno de los taburetes de la barra y me pide un Nesquik, no un ColaCao, un Nesquik. Con leche fría. Se lo pongo y lo observo mientras lo remueve con la cucharita sin dejar de mirar por el ventanal que da a la calle a la gente que va y viene con bolsas. Lo observo y veo en sus ojos la ilusión que los años, las desilusiones, las responsabilidades y, en fin, la vida nos roba a los que vamos pasando hojas del calendario. Lo observo y recuerdo las cartas de tres páginas que le escribía a los Reyes Magos, y las tardes viendo belenes de la mano de mi madre, y la tarde de la Cabalgata con mi casa a rebosar de familia y amigos de mis hermanos que la vienen a ver pasar bajo mi bacón. Y recuerdo una puerta cerrada ante la que arrastraba a mis hermanos mayores en la Mañana de la Ilusión entre protestas por lo intempestivo de la hora. Y me veo montando el Barco Pirata o el Castillo de los Clic, guardando el cesto de caramelos que no me comeré, pero que siempre espero, y el Gaspar de chocolate que finalmente se acabara comiendo Yenda, mi perra. Y veo a mi hermano Antonio llegar con los churros mientras mi madre prepara chocolate, a mi hermano José Maria escuchar en el comedor el último vinilo que le han traído y a mi hermano Fernando, diez años mayor que yo, abrir mis juguetes casi con mas ilusión que yo. Y vuelvo a creer en aquella historia que mi madre me contaba de cómo, de pequeña, en su casa de Don Pedro Niño, vio apoyar una escalera en su bacón la noche de un 5 de enero. Y recuerdo, veo y creo todo esto porque el día que mi infancia entro en este Café a tomarse un Nesquik conmigo es el día mas bonito del año, es el Día de Reyes.